El cabello era muy importante en Roma. Plebeyos y patricios, aunque especialmente estos últimos, invertían mucho tiempo y dinero en mejorar el aspecto de sus cabellos. Era cuestión de estatus y porte. En el post de hoy hablaremos del cabello en uno de los imperios más importantes de la historia.
Cuando pensamos en Roma, es posible que nos vengan rápidamente a la cabeza figuras como Rómulo y Remo, Julio César o Marco Aurelio. Todos ellos fueron romanos, aunque de los gemelos, especialmente de Remo, hay ciertas dudas todavía. Sin embargo, hay decenas de años entre unos y otros. Rómulo fue el primer rey de Roma, además de su legendario fundador, allá por el siglo VIII a.C., un periodo denominado Monarquía romana. Después vino la llamada República romana, que duró desde el siglo VI a.C. hasta el I; en los últimos años de este periodo es donde entra Julio César. Marco Aurelio perteneció al periodo conocido como Imperio romano, que se mantuvo en pie entre los siglos I y III, para decaer finalmente a partir del siglo IV. El fin del Imperio romano de occidente, lo que rápidamente relacionamos con las imágenes habituales de Roma, se fecha en el 476 d.C. La parte oriental del imperio, lo que se denominó Imperio bizantino, se mantuvo en pie hasta bien entrado el siglo XV.
Verás que hablamos de más de 1.000 años de historia.
A pesar de esta horquilla de tiempo, la importancia que los romanos concedían a su cabello fue siempre notable. Cambiaron los peinados, al principio había que huir de las barbas –ellos– y de las melenas –ellas–, pero con el tiempo los estilos se volvieron más diversos. Eso sí, al principio los romanos no se cortaron en continuar con los estilos que ya se habían popularizado entre las clases altas griegas.
Si algo había que molestara a los patricios de vidas tranquilas era la alopecia, tanto en sus fases iniciales como en las terminales. La falta total de cabello era sinónimo de poca hombría. Entre las soluciones para disimularla estaban los peinados con truco, como el todavía en uso estilo “cortinilla”, los tintes (las canas tampoco eran bienvenidas), ungüentos imaginativos y pintarse el cuero cabelludo. O trucos más ingeniosos, como la legendaria corona de laurel de la que Julio César nunca se separaba y servía para disimular sus carencias capilares.
¿Si la falta de pelo era preocupante, la larga melena era entonces deseable? Rotundamente, no. Las greñas eran propias de la barbarie, así que estaban prohibidas entre los ciudadanos respetables de Roma. Y también entre las mujeres: durante siglos no hubo una sola mujer que no se mostrara en público con un recogido.
Lo que hoy entendemos por peinado romano, que resulta de peinar el cabello hacia la cara y crear un flequillo desigual cuyos mechones se distinguen unos de otros por su forma de lengua, es una simplificación de las muchas variantes que desplegaban los peluqueros de la época. Su herramienta principal no eran tanto las tijeras, algo rudimentarias, como el llamado calamistro, un hierro que se calentaba al fuego y servía para crear bucles en el cabello. Como los griegos, cuyos dioses nunca peinaban cabellos lisos, los romanos amaban los rizos y no dudaban en acortar la vida de sus folículos pilosos sometiéndolos al hierro abrasador. (El resultado no es una sorpresa: coronas de laureles para todos)
En cuanto a las mujeres, los bucles también eran muy habituales. Como no se podía llevar el pelo largo, y cortarlo al estilo masculino estaba prohibido, los recogidos fueron la mejor solución. Trenzas, moños y recogidos varios con pasadores y cintas, y a veces todos a la vez, fueron tan habituales que hoy podemos ir a una peluquería y pedir una versión modernizada de un clásico peinado romano, aunque, eso sí, quien nos atienda quizá apuntille con un “Ah, sí, un peinado griego”.
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