Si en el Renacimiento (siglos XV-XVII) pudimos comprobar que había cierta preocupación por la vestimenta y los peinados, algo que no ocurrió durante la Edad Media, en el Barroco esta preocupación se vuelve una obsesión para las clases altas, que invierten tiempo y dinero en conseguir los peinados más extravagantes. En el post de hoy recorreremos lo que significó el Barroco para la evolución del cabello.
Pongámonos en situación. El Renacimiento fue un periodo de luz y aperturismo: los avances tecnológicos, especialmente en el campo de la navegación, ampliaron el mundo y muchos personajes intrépidos descubrieron nuevas tierras y riquezas. Estos avances y esas perspectivas de riquezas allende los mares atrajeron a muchísimas personas que vivían en las zonas rurales a las grandes ciudades. Fruto de este crecimiento, los comerciantes empezaron a ganar dinero de verdad, lo que empezó a despertar los recelos de los nobles. Florecieron las artes y las invasiones bárbaras que habían protagonizado sangrientas batallas y un clima de terror durante la Edad Media desaparecieron. El Renacimiento fue un periodo de prosperidad.
Y así llegamos al Barroco, que se extendió entre los siglos XVII y XVIII, un periodo histórico que, como el Renacimiento, se considera una bisagra entre la Edad Media y la Edad Moderna. Pese a los avances del Renacimiento, este periodo generó unas expectativas que no se cumplieron: el nuevo mundo se convirtió en un deseo al que muy pocos llegaban (si es que sobrevivían a las expediciones en barco), el progreso general no llegó a las clases bajas y los monarcas, lejos de abrir la mano, la cerraron. En parte porque siempre lo habían hecho, en parte porque los viajes transoceánicos habían reducido sus fortunas y en parte porque no querían ceder nada de poder a esos burgueses que tan ricos se estaban volviendo. ¿Significó esto que los monarcas empezaron a mostrarse más modestos en sus comilonas y en sus gastos? No. De hecho, sucedió todo lo contrario.
Con una clase burguesa en ascenso, los monarcas y la nobleza vieron que su poder e influencia no era suficientes para diferenciarse de los burgueses, que eran cada vez más ricos y que incluso tenían acceso a pintores y escultores cuyas obras rivalizaban en belleza y espectacularidad a las de los propios monarcas. ¿Y qué hicieron? Mirarse por encima del hombro y ponerse a competir entre ellos por ver quién resultaba el personaje más llamativo.
Con este objetivo, florecieron los peinados más extravagantes hasta la fecha. Tal fue el exceso de rizos, tirabuzones, formas geométricas, lazos, diademas, flores y complementos de toda clase, que rápidamente el cabello fue insuficiente para aguantar tantas cosas sobre la cabeza. Así que las pelucas se convirtieron en el complemento básico. Y no hablamos de pelucas discretas, nada más lejos, sino de auténticas estructuras que debían aguantar maquetas de barcos, reproducciones de animales y cualesquiera motivos que la dueña de la peluca, pues las más excesivas eran las mujeres de la nobleza, tuvieran a bien llevar sobre los hombros. En ocasiones, las pelucas conseguían tal altura que las nobles tenían que doblarse para acceder a los carruajes y sujetarse con fuerza sus estructuras capilares para que un soplo de aire no revelara su auténtica cabellera.
Estas pelucas ultrarresistentes eran el objetivo de las nobles, pero no todas podían permitírselas, así que debían recurrir o a pelucas menos ostentosas o a su propio cabello. Como fuera, los peinados más habituales crecían hacia arriba y eran imponentes y majestuosos: el cabello se apelmazaba sobre la frente y se dejaba caer sobre las orejas en forma de trenzas o de mechones rizados. Si el rizo era natural, perfecto, si no, lo mejor era recurrir a la técnica habitual en la época: forzar el rizo en la peluca enrollando el cabello en palos de madera y metiendo la peluca en hornos de pan para fijar la forma rizada. Como suena.
Los monarcas y los nobles competían en una liga menos extravagante que la de sus mujeres, pero tampoco había ni rastro de naturalidad. Las pelucas, pues también ellos las usaban, amontonaban volúmenes importantes de cabello rizado y ondulado en dos grupas sobre la cabeza que quedaban separadas.
Si el Renacimiento hizo que nobles y burgueses se empezaran a preocupar por su cabello, el Barroco convirtió esta preocupación en una prioridad. ¿Pasó lo mismo con las clases medias y bajas? En realidad, no, se quedaron en los mismos estilos que durante el Renacimiento. Y tiene lógica: sólo los monarcas podían gastar tiempo y dinero en la confección de sus pelucas. Por mucho que las clases bajas hubieran querido imitar los peinados reales e imperiales, como de hecho habían hecho en los siglos pasados, las pelucas y los adornos estaban completamente fuera de su alcance.
La Revolución Francesa acabó con este periodo. Semejante carrusel de excesos por parte de las monarquías, cuyas pelucas monstruosas no fueron sino un símbolo de todo este periodo de opulencia para unos –la nobleza– y de escasez para otros –el pueblo–, no podía tener un final que no fuera desgarrador y violento. Como fue la Revolución Francesa, el primer capítulo de lo que luego conoceríamos como la Edad Moderna.
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