Todo comenzó con el Rey Sol. Hacia 1680, Luis XIV de Francia hizo instalar cortinas especiales en sus aposentos, pues solo su peluquero personal podía verlo sin peluca. El Palacio de Versalles contaba con 40 personas encargadas de confeccionar estos accesorios capilares para el rey. El monarca heredó el gusto de su padre, Luis XIII, quien empezó a usar pelucas debido a su prematura calvicie. Como es natural, la moda se extendió a la aristocracia; y, como Francia es la cuna de la moda, le siguió toda Europa.
Por lo general, las extensiones y pelucas se fabricaban con cabello humano, pero también se utilizaba pelo de animales, especialmente de caballo y cabra, o fibra de algodón. De la mano con el Barroco, y posteriormente con el Rococó, las extensiones de pelo se usaron para crear peinados elaborados, ricos en ondas, bucles e incrustaciones (de joyas y otros objetos más o menos extravagantes… ). Sin embargo, pronto los motivos se hicieron más complejos y requirieron tanto estructuras más complicadas como tiempos de preparación más dilatados. Así fue como inició la era de las pelucas.
Este era un gusto masculino; no fue sino hasta 1770 que la mayor parte de las mujeres también empezó a usar pelucas. Los franceses perfeccionaron tanto el arte de la peluquería que los métodos que desarrollaron para confeccionar las pelucas, alrededor de una red de seda, son los mismos que se emplean hoy en día, ¡tres siglos después!
La tradición peluquera fue particularmente fuerte en Inglaterra, donde -más allá de la moda- hubo otro factor determinante para su popularización: la reputación. En esa época, el cabello largo era un símbolo de estatus, y la calvicie podía arruinar en un instante a la mejor de las familias. Pero eso no parecía importarle a la sífilis, que también estaba bastante de moda por esos días. La ceguera y la demencia ocasionadas por la enfermedad eran otro asunto, pero el inconveniente de la pérdida de pelo se vio remediado a la perfección por las pelucas.
Pronto, las pelucas fueron el nuevo sinónimo de status en toda Europa. En Inglaterra, estos accesorios incluso estuvieron vinculados a movimientos políticos. Tan arraigada llegó a ser la costumbre, que los jueces ingleses continuaron usando pelucas para los juicios civiles hasta 2008, y aún las llevan en tribunales criminales.
El auge de las pelucas en el siglo XVIII no fue solo un cambio estético, sino que ocasionó una movilización social, económica y laboral importante. El uso de pelucas grandes y elaboradas modificó los hábitos de uso de sombreros, haciendo entrar en crisis a todo ese sector económico, que no solo se vio reducido, sino que tuvo que adaptar su diseño y producción para que fueran compatibles con las grandes estructuras peludas sobre las que debían posarse.
A pesar de que solo el 20% de la población podía costearse la moda capilar del momento, la riqueza de ese sector era tal que la industria fue floreciente. Los barberos pasaron a ser peluqueros, y aumentó tanto el número de personas que querían practicar el oficio, que se estableció un sindicato de peluqueros. Para ser miembro, se debía superar un examen y pagar impuestos especiales. ¡Pero valía la pena! Un peluquero podía recibir un salario anual tan perfumado y ostentoso como las pelucas que fabricaba, como el peluquero Baulard, quien le fabricaba una peluca distinta al día a la condesa de Matignon.
Las pelucas también modificaron la manera de usar los espacios habitacionales. Desde 1715, cuando se empezaron a empolvar las pelucas con almidón, se reservaba una sala de la casa para la toilette. Mientras los señores cubrían sus rostros con conos, los peluqueros engrasaban, empolvaban y perfumaban abundantemente sus cabelleras postizas. Las pelucas de los hombres eran blancas o grises, y las de las mujeres eran de tonalidades pastel.
En las calles, los robos de pelucas se pusieron a la orden del día. Los métodos de robo eran tan sofisticados como los codiciados suplementos capilares: un hombre alto transportaba una bandeja de carnicero sobre la que iba escondido un niño o un mono, uno de ellos era el encargado de apoderarse de la cabellera postiza. El dueño de la peluca se encontraba, entonces, comprensiblemente confundido por su repentina calvicie. En ese momento, un cómplice se aproximaba a él con la excusa de asistirlo, pero su verdadero objetivo era distraer la atención de los dos actores del delito que, mientras tanto, se alejaban raudos con el botín, pasando desapercibidos entre la muchedumbre.
Los peinados altos y voluminosos de las mujeres llegaron a ser un problema, pues no pasaban por las puertas. Para remediar el hecho, se construyeron verdaderos sistemas de ingeniería con los que la dama podía reducir momentáneamente la altura de su cabellera. Las pelucas femeninas también se convirtieron en un motivo de disputa en los lugares de sociedad, como el teatro, donde -va de lógica- obstaculizaban la vista de los espectadores.
La llegada de la Revolución Francesa y sus nuevos ideales sociales hizo rodar la cabeza de los monarcas, pelucas incluidas. En una sociedad que pretendía ser igualitaria, la diferencia social evidenciada por los armatostes de pelo ya no venía al caso, por lo que cayeron en desuso. Por su parte, los ingleses, más pragmáticos, abandonaron la costumbre debido a la imposición de un alto impuesto.
En la actualidad las pelucas son una perfecta alternativa para alopecia temporales (por un tratamiento como la quimioterapia) o definitivas. El resultado puede ser completamente natural u ofrecer un cambio de imagen. El objetivo al fin y al cabo es que cada persona se sienta bien.
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